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(Foto: Ramón Barreras Valdés)
Desde que el río Pretiles cierra el paso hacia Pico Blanco, uno de esos héroes cotidianos comienza a darle paletadas al agua sin cobrar a nadie ni un centavo. Tras las intensas inundaciones ocasionadas por la tormenta subtropical Alberto, Carlos Gálvez Hernández desempeñó una función de emergencia como remero de un bote en el camino entre las comunidades de Jibacoa y Pico Blanco.
Carlos remó kilómetros de un lado a otro del camino y trasladó a cientos de personas en la embarcación, desde las 5:00 de la mañana hasta pasadas las 9:30 de la noche. En su rostro no había la más mínima señal de cansancio, a pesar de sus 47 años, pero sí la urgencia de transportar a cualquier poblador recién llegado a un extremo de la intransitable vía. La travesía era constante y solo había tiempo para secarse el sudor o tomar agua unos minutos. El remero iba y venía con su peculiar tripulación…
«La vida tiene que continuar, periodista. Esas personas necesitan llegar temprano a sus casas, a su trabajo, ver a su familia o amigos», dice con el aliento entrecortado sobre su bote varado en la orilla.
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(Foto: Ramón Barreras Valdés)
Nos extiende su mano franca en la subida y cuida el equilibrio de «la canoa», como llaman en la zona a este transporte alternativo. Segundos después, divisa el paisaje a su alrededor, calcula milímetro a milímetro el trayecto más sencillo —que ya conoce de memoria luego de tantos vaivenes— y emprende un nuevo recorrido de apenas un minuto. Cuatro tripulantes en este viaje y un remero con la fuerza de voluntad de millones.
«Estamos preparados para transportar a las personas, medicamentos y la comida el tiempo que dure la inundación. Hay de 50 a 60 metros de agua entre cada orilla, pero hay que servir al pueblo», responde convencido.
Continúa remando, reflexiona un instante y agrega mirándonos a los ojos: «Mi cumpleaños fue el 30 de mayo y lo pasé dando remo. Traslado entre 130 y 150 personas cada día, a veces creo que más. Empiezo de madrugada con la tropa de los primeros trabajadores y siguen niños, mujeres, ancianos, casi todo el pueblo en diferentes horarios. Termino tarde en la noche cuando llega la última guagua de Jibacoa. En el caso de algún enfermo, me llaman a cualquier momento a la casa.
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—Sonríe. «Eso lo llevo desde que nací, del ejercicio, del trabajo en el campo y las montañas.
—Y este hombre de campo devenido remero, ¿nunca se cansa?
—No hay tiempo ni para pensar en eso. Hay que prestar servicio en momentos como estos. En cada viaje pienso en mi familia, en mis hijos y en todo el pueblo cubano. Mientras haya vida y situaciones así, yo echo pa´alante con los remos y con lo que haga falta, sin problemas de ningún tipo.
Hemos llegado a nuestro destino. Ya no hay agua, solo fango en el camino y varias personas aguardan su turno para llegar al otro lado. La vida continúa ahora que ha salido el sol. Se despiden de nosotros y Carlos vuelve a navegar…
Hombre sencillo, de pocas palabras, más bien de acciones que dicen mucho. Solo aceptó conversar sobre su bote, mientras duró la travesía. No hubo tiempo para entrevistas, pues su servicio resultó el más solicitado por aquellos días en toda la zona. Tampoco fue necesaria. Bastaron sus palabras entrecortadas por cada remada en el recorrido, su actitud incansable en los momentos difíciles para la comunidad y el agradecimiento visible de los pobladores.
Si la constancia tuvo un nombre frente a las adversidades en este territorio villaclareño fue el de estos hombres. Valientes, incansables, batalladores… Así es la gente del lomerío.
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